martes, 20 de junio de 2017



Los cumaqueros, crónica de una tradición

A Miguel Castro (Malanga) y
Rommel Betancourt (Cerro Prendío)
que se marcharon antes.

            Cada una de las generaciones de sancasimireños ha trascendido en el tiempo por sus acciones y por sus obras. A la primera le tocó la tarea de construir al pueblo de darle forma a las calles y a las casas, de amalgamar esa diversidad en una sola masa llamada comunidad. Luego vinieron los que sembraron la tierra e hicieron de nuestro café un producto de exportación laureado en el mundo e hicieron que San Casimiro fuese considerado el granero de la capital por la calidad de sus caraotas. Más adelante una generación inició la construcción del templo, la cual duró más de veinte años y la de mis abuelos hizo la Plaza Bolívar. En estas líneas hablaremos de la generación de los años ochenta y noventa del siglo XX que inició una tradición que se mantiene a pesar de las dificultades. Hoy hablaremos de Los Cumaqueros, sus protagonistas y su historia, historia de la cual nos sentimos protagonistas.  




La cruz de la Cumaca data de muchas décadas atrás. Nos refiere Modesto Álvarez que la primera la colocaron Felipe y Matías Torrealba con dos grandes troncos de guayacán, árbol cuya madera resiste las inclemencias del sol y del agua así como es infranqueable al ataque de comejenes, cigarrones y demás insectos. A Modesto se le iluminan sus octogenarios ojos cuando recuerda cada 3 de mayo en cerro La Cumaca. Nos cuenta que acudían todas las familias del Guasdual ( Juajual como le decimos coloquialmente) y toda la peonada de la hacienda El Carmen. Por aquel entonces El Guasdual era un caserío de medianas proporciones que hasta tenía una escuelita que enseñaba las primeras letras. A la cita acudían los Álvarez, Torrealba, Villanueva, Andrade, Vilera, Hernández, los Salazar y todos y cada uno de sus habitantes. Adornaban la cruz con flores y frutos; cantaban décimas y rezaban a la Santa Cruz en agradecimiento por la cosecha anterior y rogaban por que se dieran abundantemente los frutos de la madre tierra en la futura zafra. A veces subía el cura del pueblo rodeado de peregrinos a impartir misa campal a los pies de la cruz.

            En una noche de luna sancasimireña nuestro apreciado Ramón Seijas Luque nos propuso a un grupo de jóvenes sancasimireños que por ese entonces integrábamos las agrupaciones grupo de teatro Ápice y Ballet Folclórico San Casimiro  emprender la tarea de iluminar la cruz de la Cumaca para ese próximo 6 de octubre. Estábamos en aquel grupo, entre otros, Lucrecia Paredes, Rafael  Arturo “NIño Gavilán” Requena, José Ramón Requena, Ernesto Luis Ojeda, Vicente Ojeda,  David Ramos, Rafael y Rommel Betancourt. Seguro que estarían otros que ya nuestra memoria no precisa.  

            Entre los primeros que subieron aquel año están el niño Gavilán, Alexis “Perolito” Requena, José Ramón Requena, Marcos García, Kike Ruiz, Monro Jaspe, David Ramos, Catire y Rommel Betancourt, Ramón Seijas y quien escribe. Toda la logística fue subida en burros prestados por la familia Salazar; una planta eléctrica cedida por el Pollo Negro, bombillos, socates, cables, comida, las carpas, el combustible además del reglamentario “chimeniao” para el frío. Se trabajó arduamente para que cuando transcurrían los primeros segundos de aquel 6 de octubre, a la señal de un cohete surgido de las inmediaciones de la casa de Ana Vargas en Curucutí, se encendieran por primera vez las luces de una tradición treintañera.  


            La aventura de subir a encender la cruz de La Cumaca tiene un ingrediente adicional. Casi siempre coincide con el tradicional cordonazo de San Francisco que en nuestro pueblo resulta ser particularmente fuerte. Estar allá arriba es lidiar con el frío y la fuerte brisa, con la lluvia y las tormentas eléctricas que hacen temblar al más valiente pues, sin exageración alguna, la tierra tiembla cada vez que cae un rayo y el cielo ruge.



            Ir a la cruz en aquella época constituía una especie de apostolado, los que estábamos fuera por razones de estudio o trabajo siempre volvíamos al encuentro  con el cerro y con los amigos. Muchos, entre los que me cuento, ya no acudimos a la cita, pero estoy seguro que en todos  surge el mismo sentimiento de nostalgia cuando vemos a lo lejos una cruz encendida que parece flotar en la oscuridad del cielo de octubre. Cada uno de nosotros siente como se apretujan en nuestros recuerdos el montón de anécdotas vividas  y la certeza de sentirnos parte de esa historia.

            Como no recordar en esta crónica a Rommel “Cerro prendío”   Betancourt y Miguel Ángel “Malanga” Castro quienes se marcharon primero que nosotros y fueron, hasta el momento de sus prematuras muertes, unos fervientes cultivadores de la tradición cumaquera. Y ya para concluir estas líneas es justo reconocer a quienes han luchado contra todas las circunstancias y  avatares para que se mantenga viva la luz de la Cumaca nuestro reconocimiento para Alexis “Perolito” Requena, Rafael Arturo Requena y Miguel “Carrao” Hernández. Hoy que la tradición de los Cumaqueros se acerca a su XXX aniversario tenemos el deber de encender en nuestras nuevas generaciones esa luz de la Cumaca para que brille por siempre.