Don Antonio Torrealba y las
almorranas de Ramón
Don Antonio Torrealba llegó
a su hacienda de El Paraparo y se encontró con la noticia de que Ramón, uno de
los peones, tenía cinco días sin poder trabajar víctima del estrangulamiento de
las hemorroides. Su amada y fiel Veneranda había probado cuanto remedia le
recomendaban los vecinos: lo puso en baños de asiento con hojas de piñón y
llantén y le colocó cogollos de mango en la zona afectada sin obtener ningún
resultado. El pobre campesino estaba irritado por tan embarazosa situación,
tanto que el día anterior hizo correr a
su compadre Ricardo Alvis cuando le aconsejó que se introdujera pequeños
cristales de zábila por el recto _ Ese hueco se hizo pa’ que salieran las cosas
no pa’ meterse vagabunderías _ Le gritó blandiendo un filoso machete.
Don Antonio decidió
llevarlo a San Casimiro y ponerlo en manos de su compadre el doctor José María
Zamora. La noche anterior dispuso lo necesario para el traslado, como Ramón no
podía cabalgar en la situación en que se encontraba, cuatro hombres serían los
encargados de llevarlo en una improvisada camilla fabricada con una vieja
hamaca. Partieron con el amanecer, Don Antonio al frente, montado en su caballo
y siguiéndolo de cerca los peones con su inusual cargamento.
Era ya entrada la tarde
cuando desde la fila de Toronquey comenzaron a divisar el pequeño poblado,
reposado y solitario. Pasaron frente a unas casas salpicadas antes de llegar al
cementerio donde unos burros retozaban debajo de un frondoso almendrón y unos
niños jugaban descalzos a orilla del río Zuata de aguas cristalinas _ ¡Miren,
esa gente lleva a un muerto! _ Gritó uno de los niños y todos salieron corriendo
hacia el cortejo, decepcionándose pronto al ver que el fulano muerto llevaba
los ojos abiertos y desparramaba maldiciones a diestra y siniestra por la
vergonzosa situación.
Lentamente pasaron el
puente colgante y se enfilaron hacia la Calle del ganado donde se detuvieron por un buen
rato a esperar el transitar de un largo
arreo que, proveniente del llano, hacía su viaje hacia los mataderos de
Caracas_ Lo que falta es que pasen también los pavos_ dijo Ramón refiriéndose a
las columnas de pavos que, al igual que el ganado, eran llevados hacia la
capital por esos caminos polvorientos con la única diferencia que las aves en
cuestión eran dotadas de una especie de escarpines que le protegían las patas
de tan largo trecho.
Cruzaron la calle luego que
pasó el último de los arrieros y tomaron rumbo a la calle de La Chancleta también
conocida como la calle de La botica. La gente abría los postigos de las
ventanas y otros se asomaban a las puertas para presenciar aquel inusitado
cortejo. Don Antonio saludaba cordialmente y Ramón, desde la improvisada
camilla, maldecía en silencio lo triste de su vergüenza y se juraba a sí mismo
no pisar más nunca suelo de San Casimiro. Llegaron hasta la esquina de la
botica de Don Pablo Schwartz, pasaron frente a la prefectura donde se veía, a
través del amplio ventanal, al jefe civil durmiendo acomodado en un sillón. Al
llegar frente al corredor del Bachaco la gente se aglomeró alrededor de los
recién llegados, tanto fue el revuelo que la eterna partida de dominó fue suspendida
por unos instantes mientras los jugadores salían a observar _ ¿Qué le pasó a su
peón? _Preguntó el joven Carlos D’ Milita y Don Antonio respondió prosiguiendo
la marcha:
_ Lo llevo donde el compadre Zamora
porque le están sangrando las almorranas.
Pasaron por la calle del
mercado y llegaron a la vieja casona de los Zamora. Luego del afectuoso saludo
entre los dos compadres, el médico hizo pasar a un avergonzado Ramón hasta su
consultorio; Lo examinó por unos minutos_ La cosa es de cuidado_ dijo y
seguidamente tomó su pluma y sobre una hoja blanca escribió de puño y letra la
formula que Don Pablo Schwartz debía preparar con urgencia.
Don Antonio mandó a uno de
los peones con la formula y una nota para el boticario. Al cabo de media hora
ya el hombre estaba de vuelta con un pequeño frasco de boca ancha tapada con un
corcho entregándoselo a Don Antonio; éste llamó a Ramón que se encontraba, a
duras penas, parado en el zaguán y le dijo con su clásico estilo de hablar:
- Aquí
están las instrucciones del galeno: te vas a ungir el dedo meñique con el
contenido de este potingue y cuidadosamente te lo vas a introducir por el recto
untándolo con suma cautela en la zona afectada.
El doctor Zamora,
acostumbrado a lidiar con los peones, vio la cara de desconcierto de Ramón ante
semejante explicación que parecía extraída de un diccionario y se dispuso a traducir:
-
Mira,
Ramón. El compadre quiere decir que metas el dedo chiquito en esta pomada, te
lo metas por el culo y le des vuelta con cuidado donde tienes la hinchazón.
Don Antonio Torrealba. Archivo familiar